jueves, 15 de julio de 2010

Matrimonio para todos: un gran avance; pero ¿por qué el Estado tiene que regular la vida de pareja?

De madrugada se votó finalmente la "boda gay", como despectivamente la tituló un sector de la prensa. El oportunismo del poder K no podría ser mayor sobre este tema: si era parte de su programa y, muy especialmente, de su universo de valores, ¿cómo es que no lo hicieron conocer durante la campaña presidencial de 2007, ni sancionar mucho antes, cuando dominaban el Congreso? El contraste con el mismo proyecto en España es enorme. Allí fue parte de un programa, de un plan de gobierno, de una legislatura, etc. Acá, y como creo que ya es sabido, el asunto nació el pasado verano, cuando Rossi le adelantó a su jefe la ola de palizas parlamentarias que se les venía y se pergenó salir con este proyecto, que tenía apoyo amplio y transversal, para mostrar al menos una victoria de fuerte repercusión. Tacticismo que no evitará que se sumen nuevas derrotas: en la misma noche en que salía el matrimonio para personas del mismo sexo en Senado, en Diputados se aprobaba la ley de glaciares, tan poco deseada por Cristina y su socio canadiense, la Barrick.
Más allá de este plano de la pura política, es claro que no puede haber mucha discusión sobre que igualar derechos es un avance. Que toda pareja, conformada del modo que sea, decida casarse y pueda hacerlo: de eso se trata al fin de cuentas todo esto, y nadie ni medianamente liberal puede estar en desacuerdo. Comprendo algunas prevenciones de los sectores confesionales, pero es claro que la sociedad ha dejado de regirse en su vida cotidiana por parámetros _derivados de o condicionados por_ la religión. Desde el plano de la psicología, me parece ver objeciones más importantes. El psicoanálisis argentino, habitualmente tan locuaz y dado a bajar a los medios, se ha mantenido en esta batalla en un discreto segundo plano. Y esto porque su armazón teórico necesita ineludiblemente del padre y de la madre. Sin complejo de Edipo no hay psicoanálisis. Un psicoanalista muy reconocido, Ritvo, escribió en Página 12 un artículo lleno de perífrasis y tecnicismos sobreentendidos, para terminar diciendo, a medias, que la pareja hetero tendría algunos puntos más a favor que la homo. Más interesante lo que escribió Lilita Carrió para fundamentar su propuesta de "unión familiar", un texto lleno de citas de otra psicoanalista especializada en "neoparentalidades" y referencias a la teoría, o ideología, del género. Carrió propuso abolir del ordenamiento civil al matrimonio y dejarlo para el religioso, y sustituirlo con la amplia figura de "unión familiar". Interesante apuntar que en esta fundamentación Lilita se basa en un corpus teórico ajeno casi totalmente al liberalismo. Ni hablar de los militantes gays y lesbianas, muy hostiles al liberalismo, al que ven como mero sinónimo de Menem y Pinochet. Un síntoma más del nulo calado del liberalismo en la sociedad argentina, incluso en sus capas más o menos ilustradas y avanzadas.

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Desde un liberalismo radical, sin embargo, hay algo que decir, y se puede resumir en una sola pregunta: ¿qué tiene que hacer el Estado en las vidas privadas de las personas, decidiendo qué tipo de convivencia van a darse dos personas? ¿Puede haber algo de más privado e íntimo que la convivencia de pareja? No. ¿Entonces, qué pinta ahí, entre esas cuatro paredes, el Estado? A mi modo de ver, si una pareja quiere formalizar su vínculo, contractualizarlo, debería bastar con dirigirse a una escribanía y redactar y firmar un contrato de convivencia, en el que se ajusten y prevean todas las posibles vicisitudes (reparto de cargas, beneficios y responsabilidades, adquisición y eventual división de bienes, muerte de uno de los miembros, etc). Ese contrato firmado ante escribano debería ser suficiente. Después, si una de las partes considera que no se está cumpliendo lo acordado, recurriría a la Justicia. El Estado sólo actuaría de árbitro ante el desacuerdo entre los privados.
En tiempos de Vélez Sarsfield, se venía de siglos de tutela de la vida íntegra de la persona por la Iglesia. Esta era dueña de nuestro nacimiento, de nuestra educación, de nuestra formación moral, de nuestra vida de relación, de nuestra vida de pareja, de nuestra muerte. Asi que quitarle al clero el poder de sancionar la legitimidad de la pareja fue un avance, un real progreso. Ya no había que pasar por una Iglesia, o sea, ser católico, para tener una unión legítima con la persona amada. Pero hoy, y desde hace rato, ese aberrante poder clerical ha desaparecido completamente. De manera que el Estado bien podría retirarse de esta área, y dejar de dictar y regular cómo deben vivir las parejas, dado que, repito, nada hay de más íntimo y personal que la vida de pareja. Para mí está clarísimo que el Estado debe alejarse lo más posible de la vida privada, pero plantearle esto a la sociedad pro-estatista argentina es impensable. De hecho, en las larguísimas horas de debate en el Senado creo que nadie ni rozó esta idea, y en las semanas de discusión que precedieron a la sanción de la ley, tampoco se planteó este enfoque.