martes, 14 de febrero de 2017

Argentina y Brasil, en el laberinto de economías estancadas e inflacionarias por un gasto público descomunal

Los presidentes Macri y Temer se reunieron hace poco en Brasilia con una agenda muy genérica pero con un propósito político bien claro: mostrar coincidencias entre los nuevos presidentes de los dos mayores países de Sudamérica. Son momentos difíciles por la mala condición en que se encuentran las respectivas economías y con los adversarios políticos atacando de manera implacable a los nuevos gobiernos. Vale la pena analizar con algo de detenimiento el estado estas dos economías y sus causas.

Pero antes hay que detenerse en una opinión pública equivocada en gran medida, sobre todo en Argentina. Hay un juicio errado que se forma una parte sustancial de la sociedad sobre los procesos económicos; un porcentaje importante, sino mayoritario, de la sociedad parece creer que la economía puede crecer indefinidamente en base a aumentar el gasto público y estimular el consumo, emitiendo en ese proceso cantidades crecientes de moneda sin respaldo. El menú se completa con control de cambios (cepo), control de precios a lo Moreno, olvido de la inversión y varias recetas "para controlar a los empresarios, porque sino se llevan toda la torta". A partir de esta creencia, firme y a veces fanática, el pasaje del modelo K al programa de Macri no es una cuestión técnica, limitada a estabilizar las variables macroeconomicas que los casi 13 años de gestión anterior habían dejado muy desordenadas (precios relativos, tipo de cambio, cierre de los mercados financieros, represión de importaciones, tarifas disparatadamente subsidiadas, actividad planchada, etc). No: se cree que se trata de un choque agonista de modelos, entre uno "popular" y uno "neoliberal". La economía es mera variable dependiente de la política y esta es expresión o canal de las luchas de intereses entre clases sociales y sus pujas distributivas. Se puede elegir un modelo económico según el gusto y nunca según las condiciones y limitaciones que la propia economía impone. Por esta creencia extendida  -formulada en forma apenas más elaborada por las "minorías intensas" del progresismo-, es que Marx no es muy citado ni requerido en la Argentina. Su riguroso esquema de desarrollo por etapas históricas no interesa, porque no sirve a este aparato de propaganda y lucha ideológica. Todo lo contrario. El caso aislado del economista Damián Bil es la famosa excepción que confirma la regla. Y su escasísimo espacio en los medios progresistas, un ejemplo de lo que acá se señala: nada de marxismo riguroso, vamos con el populismo, sea plebeyo y de barricada o ilustrado. Como si Venezuela y los al menos últimos 4 años de kichnerismo no sirvieran de suficiente advertencia, el populismo argentino insiste en que se podía, cómo no, seguir con el esquema Kicillof-Moreno-Vanoli sin término ni limitaciones, salvo las "restricciones externas", que además son siempre culpa del perverso capitalismo.  
En Brasil, la minoría activa que respalda al PT parece creer algo idéntico. Ni petistas ni kirchneristas saben, entonces, que sin muy altas tasas de inversión y ahorro, es decir, sin formación continua de capital, ninguna economía crece con fuerza más allá de un par de años. China es el más conocido ejemplo, pero está lejos de ser el único. La tentación de muchos gobiernos es estimular este ciclo corto o cortísimo a costa del ciclo largo, que no "rinde" políticamente porque no se siente en el bolsillo y tiene costos de imagen (ser "market friendly" es casi siempre mal visto en América latina). 
La recesión económica y la crisis política de Brasil y más aún en Argentina se explican fundamentalmente por esta mala praxis aplicada durante demasiados años. El resultado es que las dos mayores economías de Sudamérica están postradas y con alta inflación ("estanflación"), mientras las demás se muestran razonablemente sanas y absorben bien el golpe de la caída de demanda de commodities. Ahora los dos nuevos gobiernos parecen haber iniciado un difícil proceso de recuperación, pero los primeros resultados son inevitablemente magros. Otro factor central en este diagnóstico es el nivel de cierre de las economías: Argentina va primera en ese triste ránking en la región y segundo se ubica Brasil. Cerrar una economía tiene costos inflacionarios y de calidad del consumo y costos extra en la producción: por un lado, los "formadores de precios" tienen campo libre para abusar del consumidor inerme, a su vez la importación de bienes primarios e intermedios, vitales en toda actividad, es más costosa que en una economía abierta. El país termina perdiendo competitividad y exporta menos de lo que podría. 
La recesión viene en los dos casos acompañada por un déficit fiscal de vértigo luego de años de aumento del gasto público, que llega a niveles de Primer Mundo. Acá hay otro dogma que se termina: gasto público alto no garantiza reactivación, como dice la vulgata del keynesianismo que se ha instalado en la última década. Brasil cerró 2015, último año de gobierno completo de Dilma Rousseff, con un 10,34% de déficit fiscal financiero o total, equivalente a más de 150.000 millones de dólares. A la vez, el país registró una pesada caída del nivel de actividad: -3,8%. En la cuenta final el Estado se llevó casi la mitad de la riqueza nacional. Pero la economía se hundió, no creció, como profetiza ese keynesiansimo de Billiken que predomina en la escena pública. Queda claro que la receta  de apretar el botón del gasto público de manera permanente deja rápidamente de funcionar y pasa a hacer daño. De ahí la decisión del gobierno de Michel Temer de poner por ley un techo al gasto. Una señal a los agentes económicos, más allá de lo muy poco creíbles que resultan estos topes legales en América latina.
En Argentina, Macri cumplió su primer año sin poder encontrarle la vuelta a la tan buscada recuperación y salida de la de recesión. Con la inflación le fue tal vez peor: 40% contra un 25% pronosticado. La debilidad política, parlamentaria y territorial del gobierno explican gran parte de este fracaso. Temer es débil de origen, pero tiene un Congreso más favorable y además no enfrenta los niveles "ochentistas" de inflación de la Argentina (en Brasil ya bajó de 10% a 5,4% en 2016, y este año seguirá ese descenso) y tiene mejores perspectivas de imponer su plan de reformas, pese a su cuestionada legitimidad.Aunque igualmente el déficit fiscal final sigue muy alto. Pero parecería que para Brasil los problemas son hoy más de orden judicial y político: el camino económico está bastante claro, aunque sea muy difícil de implementar.

En contraste con estas dos naciones, las demás economías sudamericanas crecen moderadamente o a alto ritmo. Según proyecciones de la Cepal de octubre pasado Bolivia, creció 4,5% (la del revolucionario Evo es la economía más abierta de América latina); Chile, 1,6%; Colombia, 2,3; Paraguay, 4%; Perú%, 3,9, Uruguay, 0,9%. Se obvia a Venezuela, que es un caso patológico que sale de la clasificación (superó en 2016 el 500% de inflación, la economía cayó 8%, mientras la alimentación está en peligro. Para este año se proyecta una inflación de 1600%). Pero estas calamidades venezolanas también se deben al estatismo, aunque llevado a niveles surrealistas por Chávez y Maduro. Culpar a la caída del precio del petróleo es infantil: hay decenas de otros países petroleros que no sufren ninguna de estas patologías.

Como ya se ha dicho muchas veces, los gobiernos populistas se alimentaron de la parte alta del ciclo de commodities, terminado a partir del bienio 2013-14. Nada casualmente, poco después entraron en crisis y fueron sustituidos por "la derecha", ese demonio que viene a recomponer los stocks de capital y bienes públicos consumidos a manos llenas por sus demagógicos predecesores. En el caso argentino, además de consumir los stocks de capital físico y financiero, con el kirchnerismo se produjo una fuga de capitales masiva que llevó al "cepo". Falazmente, Kicillof y sus fans en los medios aún alegan como causa del cepo la "restricción externa", cuando el cerrojo se impuso en octubre de 2011 y la soja alcanzó su precio récord en septiembre de 2012, con más de 640 dólares la tonelada. Difícilmente a eso se lo pueda llamar "restricción externa". Lo que había con el kirchnerismo cristinista era una fenomenal fuga de capitales y ahorros por el justificado temor al reiterado manotazo estatal. Y un nulo ingreso de inversiones, que no podían remitir dividendos. El cierre progresivo de la economía y la represión de las importaciones, que llevaron a una caída sistemática del comercio exterior en 2011-15, produjeron recesión con atraso del tipo de cambio, combinada con una emisión desbocada. Esto es lo que heredó Macri. Una herencia pesada en serio, más allá del abuso de esta imagen por parte del macrismo.

Sobre Brasil hay que recordar que la política expansiva de Dilma Rousseff se inicia en 2012 (la Nova Matriz Macroecómica, la llamaron sus teóricos), que dejó atrás años de políticas económicas más prudentes de los gobiernos del PT, tanto de Lula como de la propia Dilma (esta inaugura su primer período con un recorte fiscal de 20.000 millones de dólares y en mayo de 2015 anunciará otro de 25.000 millones). El modelo de desarrollo lulista ya estaba agotado, pero en lugar de cambiarlo se apostó aquel año 2012 a profundizarlo, vía herramientas intervencionistas. Y se decidió llevar el gasto público a un rango superior. Esta decisión, con el cada vez más alto déficit fiscal, más la calamidad del caso Petrobras-Odebrecht, derrumbaron a la economía brasileña en una profunda recesión con inflación. Conviene repetir y diferenciar: el PT, a diferencia del kirchnerismo, había mostrado madurez en la gestión de la economía desde el primer gobierno de Lula en 2003. Al punto que en el gobierno de Temer hay ministros de las administraciones petistas. El más conocido es Henrique Meirelles, titular de Hacienda y ex presidente del Banco Central con Lula. Pero a partir de la defenestración de Dilma Lula ha impuesto una línea combativa que reposa fuertemente en un discurso del tipo señalado: progresistas amigos del pueblo vs. siniestros derechistas neoliberales. Nunca va a reconocer que su modelo se agotó y que esto devino en la debilidad política que permitió el juicio político contra Dilma.
De esta forma, y contra lo que repiten los propagandistas K, el gasto público excesivo y repetitivo actuó en ambos países como un depresor de la economía, al abrumar con presión fiscal a los agentes económicos y espantar ahorristas e inversores. Ahora se está en ambas naciones tratando de recomponer el mecanismo de formación de capital, la "acumulación" en el vocabulario de la izquierda. Una tarea vital si se quiere alguna vez llegar a tener una redistribución equilibrada y permanente, no episódica y explosiva, es decir, insostenible.

Sería bueno que nuestras sociedades alcancen una madurez que les permita dejar de lado el actual debate estridente mediante chicanas y otros recursos bajos (como se ve todas las noches en algunos programas de TV) y se pueda, por fin, entablar discusiones racionales y adultas, con información de calidad y aporte técnico de los economistas, y llegar a un vital consenso de base sobre qué le pedimos y cuánto le pedimos a la economía. Sobre cómo hay que tratarla para lograr lo mejor de ella. Dentro, claro está, del legítimo pendular entre gobiernos de centroderecha y centroizquierda, ese mecanismo político que permitió a las democracias de Occidente, combinado con economías de mercado de excelencia y avances tecnológicos permanentes, alcanzar las mayores cotas de bienestar con libertad que se hayan conocido en la Historia.