miércoles, 8 de febrero de 2023

La hegemonía cultural progresista, causa principal de los fenómenos Trump y Bolsonaro

 Jair Bolsonaro y Donald Trump, cada uno con su horda de violentos, merecen, como es obvio, una condena plena y directa. Pero a la vez estos fenómenos políticos piden un análisis de sus causas, que se vaya mucho más allá de la condena (que habitualmente incluye una retahíla de adjetivos despectivos, algo que poco ayuda a recuperar a los ciudadanos equivocados) y de las consabidas explicaciones inmediatistas (la crisis de la economía y similares).

Las bases de estos dos caudillos populistas reaccionan, ante todo, a una élite que perciben -correctamente- como lejana y entregada a una vida de lujos, a la corrupción sistemática y escandalosa que se vivió en Brasil bajo los gobiernos del PT y a la distancia del acomodado mundillo de Washington de la vida real de los estadounidenses. Fue esto lo que movilizó a los trumpistas venidos del interior contra el Capitolio aquel infame e imborrable 6 de enero de 2021. Episodio que manchó para siempre a la democracia estadounidense, poniéndola, casi, al nivel de una democracia latinoamericana o asiática. Un delito imperdonable, que sin dudas festejaron en Pekín y Moscú, en Caracas y La Habana. 

Pero trumpistas y bolsonaristas reaccionan, mal, de manera violenta y autoritaria,  a la percepción de una creciente hegemonía cultural y mediática de un nuevo progresismo taxativo, que , totalmente independizado del tamiz de las elecciones, del examen del consenso democrático de las urnas, nada menos, baja envuelto en un halo de poder y obligatoriedad imperativa desde los medios, de muchas ONGs e instituciones estatales y privadas.
 Como bolsonaristas y trumpistas carecen de los instrumentos culturales y discursivos para elaborar una respuesta eficaz y bien articulada, se entregan a sus caudillos populistas, que son apenas menos ignorantes que ellos. El resultado está a la vista.   
Hay así que estudiar desde esta perspectiva el fenómeno de la nueva derecha populista. Y, aún más importante, organizar desde la política "tradicional", o sea la democrática, una respuesta seria y madura, no populista ni antidemocrática, a esta nueva hegemonía de valores que motoriza la reacción visceral y golpista de bolsonaristas y trumpistas. Y que preocupa a muchos ciudadanos, inquietos pero nada dispuestos a violar las leyes, ni a acampar frente a un cuartel reclamando un golpe militar o a asaltar el Capitolio. Porque la inquietud es mucho más general, va mucho más allá que los radicales bolsonaristas que atacaron en Brasilia, de los delirantes trumpistas de Proud Boys y similares, que son minorías militantes y proclives la violencia. La enorme mayoría de la enorme cantidad de votantes de estos dos caudillos no son exaltados violentos, sino buenos ciudadanos que, ante un panorama de cambios sistemáticos de valores y costumbres que no les gustan, votan al que promete restaurar el estado de cosas previo. 
Se está ante un fenómeno/problema que fue creciendo desde mediados de los 90s, cuando comenzó a hablarse de la "corrección política", y los primeros años dos mil, cuando esta nueva doxa se estableció de "arriba para abajo". Este desafío debe entenderse y, de ser posible, resolverse. Menuda tarea. 
Hay que agregar que el extremismo populista surge a partir de una decepción. Los partidos tradicionales, centristas o conservadores, en estos últimos 20-25 años se pusieron a la defensiva ante este nuevo decálogo moral, siempre se mostraron temerosos de caer en la "incorrección política", terminología hoy superada por los hechos. 
Cedieron terreno, creyendo falazmente que la tarea política "no pasaba por ahí", que no se daba en el terreno de los valores y la cultura. Renunciaron a dar la mentada "batalla cultural" gramsciana y entonces la perdieron de entrada. De ahí el menosprecio por el Partido Republicano tradicional de los trumpistas, por ejemplo. 

Conviene subrayarlo: no se habla de grupos minoritarios, de sectas, sino de sectores casi mayoritarios de la sociedad que votaron a caudillos y partidos que ganaron elecciones presidenciales y luego las perdieron, pero por poco, en los dos países más poblados de América. 
Como se dijo, este amplio sector social rechaza la nueva escala de valores que baja desde los medios masivos, Hollywood y las plataformas de streaming, la retórica publicitaria, e incluso las empresas de Silicon Valley y una galaxia de ONGs. Esta enumeración, se dirá, es la misma que hacen los cristianos integristas que se encolumnan con Bolsonaro y Trump. Solo falta citar al foro de Davos y a George Soros, se agregará. No, no hay aquí ni una gota de esa corriente ultraconservadora, religiosa y conspirativa, casi siempre portadora de antisemitismo. Pero un estudio detenido del tema detectará a los agentes citados. Y es válido rechazar su operación en busca de cambiar valores y costumbres autoritariamente, manipulativamente, a través del sistema de medios e instituciones, con "expertos" que aleccionan al público sobre cómo debe constituir sus valores, es decir sin un franco y abierto debate entre iguales, en el ágora donde se hace ciudadanía; ese rechazo es por lo tanto una elección legítima, que sin embargo aún debe encontrar su correcta formulación política. El tiempo para que ocurra esto parece estar llegando.  

Este choque de valores ya se expresa en la arena política de casi todas las naciones occidentales. Primero, el rechazo creció bajo la superficie y finalmente ganó expresión política en torno al repudio al citado "progresismo obligatorio", mandatario, ya no discutible públicamente, aunque lo sea por cierto dentro de las familias y grupos de amigos y en las mesas de café, lugares privados donde se lo cuestiona frontalmente. Pero cuidando de que esas palabras no salgan al espacio público. Así fue hasta la llegada de estos caudillos, Bolsonaro, Trump y otros. Su función y su existencia se explica precisamente por decir en el espacio público lo que esa gran franja de la población decía en el espacio privado. Gran parte del éxito del fenómeno trumpista/bolsonarista reside en la identificación: "¡por fin un político que dice la verdad!" exclaman estadounidenses del interior y cariocas, paulistas y gaúchos conservadores. El que crea que este fenómeno está superado por las recientes derrotas electorales se engaña. Los caudillos derechistas son un fenómeno que vino para quedarse. 
Algunos de estos cambios impuestos en materia de costumbres y valores son cambios que las mayorías sociales en general toleran (un verbo clave, aunque aborrecible para los portadores de la nueva verdad) pero en dosis muy acotadas. Pero, vale reiterarlo, estos valores se rechazan con virulencia cuando vienen "empaquetados" y "de arriba", planteados como obligatorios, ya no discutibles, ni siquiera matizables. "A mí no me van a enseñar qué esta bien y qué mal", es un comentario muy escuchado. Es aquí cuando se comienza a cocinar el pastel envenenado del bolsonarismo, del trumpismo y de otros radicalismos de derecha similares (Marine Le Pen,  caudillos centroamericanos como Bukele, el húngaro Orbán, en Argentina Javier Milei, y un largo etc. destinado a crecer).  


La multiplicación de los géneros


Vale revisar el caso de la multiplicación de los géneros. Parece haber un sobregiro, un crecimiento mareante de siglas y tipologías. Al punto que se ha optado por terminar la secuencia de mayúsculas con un signo +. Lo que da sustento real a esta exageración es por todos conocido y vivenciado en grado diverso: la sexualidad humana es multiforme, variable, polimorfa, cambiante. Asunto perturbador para los "binarios" rígidos, sin dudas, pero real, vivido, físico, corporal, perceptivo. Esa verdad vivida es tomada como bandera y politizada, a la vez que "actuada", "performatizada", por los activistas de la diversidad. Se la teatraliza, literalmente. 

Que quede claro, sobre el derecho a la libre elección no hay duda posible para un liberal: la libertad de elegir según el propio gusto y placer no se discute. 
Pero el verdadero conflicto surge al chocar con el nivel de tolerancia de la población promedio, y, no menos importante, con los muy reales condicionantes biológicos, que, contra lo que manda la nueva dogmática, sí deben ser considerados. En esta materia la sociedad evolucionó mucho, pero no toma bien los dogmatismos. Y no son tanto las siglas numerosas, sino ciertas  gestualidades agresivas las que provocan rechazo. Así, un concurso "transgender" de la MTV no es bien aceptado por la mayoría. Es que se percibe allí un exhibicionismo narcisista extremo que para muchos es agresivo. Algunos perciben un desequilibrio en la personalidad de estas personas, otros, una caricatura penosa de la mujer. Tal vez cabe citar "las formas de la existencia frustrada" que estudió el fenomenólogo y psiquiatra Ludwig Binswanger ("Exaltación, excentricidad, manierismo. Las formas de la existencia frustrada"). En todo caso, estas exhibiciones no ayudan en nada a la asimilación...ah, otro punto caliente.
Otro ejemplo de extremismo es el que se conoció recientemente cuando la editorial Penguin "sanitizó" la obra del famoso autor de libros infantiles Roald Dahl. La editorial contrató para la tarea sanitaria y censora a la consultora británica Inclusive Minds. 
El equipo de consultores estuvo dirigido por Jo Ross-Barrett, una mujer que se describe a sí misma como "anarquista de las relaciones no binarias, asexual, poliamorosa y perteneciente al espectro autista". Esta mujer cambió arbitrariamente párrafos y palabras significativas de las obras de Dahl. Por ejemplo, en un párrafo en el que Dahl menciona al enorme novelista Joseph Conrad, esta señora decidió que era mejor mencionar a Jane Austen. No trabajó sola en esta delirante tarea de censura y distorsión: un grupo de "embajadores de la inclusividad" y "lectores de sensibilidad" ayudaron a Ross-Barrett a "limpiar" las obras de Dahl. La tarea de distorsión busca salvar almas infantiles: dicho esto en jeringoza ad hoc, claro. "Trabajan con Inclusive Minds para ayudar a los autores y editores a hacer que sus libros sean más auténticamente representativos de los grupos marginados", explicó Penguin. 
¿Es necesario señalar el forzamiento, el sobregiro, la radicalización con fines políticos antes que pedagógicos de semejante operación de distorsión y censura? Recuerda  a la censura franquista, o a la que sufrió Argentina bajo distintas dictaduras, pero también bajo gobiernos civiles (no califican como democráticos: Perón el caso más conocido).  

Los estudios de género son, como se sabe, una disciplina académica nacida en los 60 en EEUU. Más tarde, en 1990, llega Judith Butler, quien impuso, en buena medida, el repertorio teórico aún hoy vigente con su ensayo "El género en disputa". El género, dice, es impuesto socialmente, algo ya dicho y escrito en los 60, pero agrega que detrás de él no hay un estrato corporal, anatómico y determinante, nada de tipo biológico, que sea pre-dado, "natural", transhistórico. 
Butler plantea así que el sexo, la base material-corporal del género, es  una pura construcción del sistema social. El sexo como "lo natural previo" es mero efecto del modelo social, que impone el "binarismo". No habría nada "natural previo" que luego se modela como masilla por la maquinaria social. 

Además de esto, tan visiblemente arbitrario, Butler dice algo más interesante, que es su hallazgo más perdurable: que junto con el género se impone una "performatividad", es decir, una suerte de actuación exhibida para afirmar y afianzar en el espacio público el género socialmente preasignado. Este concepto, el de el carácter performático del lenguaje, había sido descubierto por el filósofo estadounidense John Austin.  Butler lo vuelca a su campo de interés. Se trata del recio barón del tango, en suma. De la impostación de una virilidad exagerada que tal vez no se siente, que se "actúa" para lograr aceptación social.  Un acierto del ojo agudo de Butler. Claro que las concursantes "trans" de MTV tampoco se quedan cortas en materia de performance. Más bien se pasan de rosca. Otro caso de asignación social de género y su correlativa performance.    
Pero en lo sustancial las téoricas del feminismo fallan cuando afirman que el sexo como la base material o biológica del género no existe per se, que es el producto o construcción generada por la sociedad, por la "normativa del género". El sexo, insisten, se configura dentro de la lógica social del géneroSe niega así una entera dimensión ontológica del sujeto, la biológica, omnipresente y transhistórica, autónoma y no pocas veces inapelable y agotadora para el sujeto que la recibió de la Naturaleza, no de la maquinaria social. Este argumento, de que ese ser biológico que nos conforma está, no ya recubierto, sino preconfeccionado y no ya meramente condicionado por el ser social se esgrime como  insuperable, definitivo. Pero ha demostrado su gran fragilidad y su evidente falta de fundamentos científicos y vivenciales, reales. 
Un análisis equilibrado indica que hay varios niveles ontológicos entrelazados: el biológico, el psíquico y el social/histórico. La complejidad dinámica de ese entrelazamiento no puede simplificarse, ni negarse uno de esos niveles, como hace el feminismo: así se rompe a martillazos un objeto difícil, poliédrico y de múltiples capas, como es la sexualidad humana. Lo que vemos y experimentamos es una sexualidad binaria que tiene oscilaciones y variaciones de "estilo". Entre los mamíferos, y que perdonen la cita zoológica, las caricias y amagos de coito entre individuos del mismo sexo es algo generalizado. Los etólogos lo explican como un modo de amalgamar a la manada. En la Antigüedad clásica, como se sabe, el amor homosexual entre guerreros era un instrumento útil para cementar la solidaridad en el combate. 
 
En una entrevista reciente, la conocida psicoanalista Elizabeth Roudinesco lo dijo con claridad: "El sexo biológico existe. No responde a una elección”. Roudinesco agrega:  "la búsqueda de las identidades ha ocupado el lugar de las rebeliones de antaño...La locura identitaria es el repliegue total en una sola identidad, un repliegue en vez de una libertad". En las reivindicaciones identitarias  "está la idea de rechazar la biología. Si decimos que, desde el nacimiento, estamos asignados a una identidad de género que rechazamos, significa que negamos la existencia de la diferencia anatómico-biológica de los sexos... Durante siglos se redujo al ser humano a su naturaleza biológica y ahora se lo quiere encerrar en su construcción social. No. El ser humano es a la vez un sujeto biológico, un sujeto social, un sujeto psíquico". Y remarca: "El sexo biológico existe y no responde ni a una demanda, ni a una voluntad de asignar, ni a una elección". Frase que debería repetirse hasta el hartazgo ante el radicalismo generista. 
Todo esto es muy claro y obvio, pero hoy estas verdades científicas básicas necesitan ser reafirmadas por alguien con autoridad, como Roudinesco. Quien apunta al pasar: “Lo valiente hoy es estar en una posición moderada, nuestra época está enloquecida”. 

El feminismo radical destaca en la nueva tabla de valores obligatorios. Pero su protagonismo agresivo en la cuenta final  resta más de lo que suma en lo que refiere al avance de la real condición de la mujer. Provoca un rechazo marcado y persistente y  esto perjudica a las mujeres que no pertenecen a las élites. O sea, a casi todas.
Las feministas de los 60s eran mucho más sabias y sabían ver más lejos. Por la vía reformista-gradualista lograron reales avances, perdurables hasta hoy y muy consolidados. Basta comparar la "posición social" de la mujer en los años 40 con la de los 60/70; es un ejercicio muy útil e ilustrativo. En apenas 20 años se pasó de los tiempos de Evita y su enemiga mortal Libertad Lamarque, ambas igualmente acríticas en cuanto a la sumisión de la mujer (por más mitologías a posteriori que se tejen con Evita), a los de Nacha Guevara y Cipe Linkovsky; de las revistas Para Ti  y Vosotras a la revista Claudia (nacida en 1957 para atender a la nueva y exigente "mujer moderna": abundaban las notas sobre divorcio, sexualidad juvenil y otros ítem impensables en su competencia. Ver el trabajo de Isabella Cosse,  http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1853-001X2011000100007). A la vez, se pasó del cine conformista de Mirta Legrand y Zully Moreno, que representaban a mujeres superficiales y sobre todo perfectamente adaptadas al  modelo de mujer tradicional-conservador, al cine de autor de Torre Nilsson y Kohon, con roles centrales para figuras femeninas complejas y para nada encuadrables en el canon femenino tradicional (Tres veces Ana), interpretados por actrices enormes, como Bárbara Mujica, Elsa Daniel y María Vaner (la triple Ana de Kohon). 
Fue también la época de las escritoras que, a la vez que hacían literatura de calidad vendían mucho, eran autoras de best sellers, y por esto eran figuras públicas con gran espacio en los medios gráficos, por entonces hegemónicos y "formadores de opinión". Beatriz Guido y Marta Lynch son las figuras más recordadas, pero hubo muchas más. Por esos años la mujer aparece en profesiones muy valoradas por las clases medias: es la época de eclosión de abogadas y médicas, sobre todo, pero también de arquitectas y contadoras, bioquímicas y científicas en diversas ramas. Algo impensable  en los 40. Parece claro que este camino reformista resultó mucho más fértil y duradero que el emprendido por el feminismo radicalizado actual, cuyos resultados solo se imponen "desde arriba", por vía de cupos legales o mandatos de "boards" de grandes empresas. 
El profesor de filosofía español Manuel Toscano menciona en una columna de opinión (https://www.vozpopuli.com/opinion/feminista-8-m-igualdad-hombres-mujeres_0_1226878664.htmlun sondeo de 2018 de YouGov Eurotrack muy interesante. El trabajo abarcó Gran Bretaña, Alemania, Francia, Suecia, Dinamarca, Noruega y Finlandia y la pregunta inicial era muy simple: ¿Es feminista? El 40% de los suecos respondió afirmativamente, pero sólo un 8% de los alemanes. En el medio, un 33% en Francia dijo que sí, pero solo un 17% en Finlandia y 22% en Dinamarca. Pero luego se pregunta: "Si hombres y mujeres deberían tener los mismos derechos e igual estatus en la sociedad, y ser tratados de igual forma en todos los aspectos".  Las respuestas afirmativas pasan del 8% al 80% en Alemania, los suecos suben del 40% al 88%, y las respuestas afirmativas son aún más altas en el resto de países. En Finlandia, donde sólo el 17% reconoce ser feminista, pero el porcentaje alcanza el 91% a favor de la igualdad entre sexos. O sea: la igualdad entre sexos o géneros no se cuestiona, al contrario, se respalda de manera casi unánime. El feminismo "tiene un serio problema de imagen, concluye Toscano.