sábado, 20 de marzo de 2021

La geoingeniería y el cambio climático

Nota: esta columna la publiqué en septiembre de 2019, la pongo acá porque he notado que en el diario están borrando notas de archivo. Y a la vez vale la pena su lectura, pese al Covid el tema no ha perdido nada de actualidad. Al contrario. 

 La geoingeniería y el cambio climático

El IPCC de la ONU admitió esa alternativa para mitigar el calentamiento global. El efecto recesivo del calendario de corte de las emisiones.


Por Pablo Díaz de Brito


Domingo 29 de Septiembre de 2019

Diario La Capital de Rosario

En un informe de octubre de 2018 sobre el avance del calentamiento global, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) abrió el juego, aunque de manera limitada, al uso de las llamadas “geoingenierías” para frenar el fenómeno, ante la evidencia de que no será suficiente con el recorte de las emisiones si siguen a ritmo moderado como hoy. Y si son tan drásticas como exige el propio IPCC: emisiones cero para 2050, o bien compensadas por captura de CO2 de la atmósfera, y una caída al 45% para 2030, el daño sería indudable. Es claro que frenar el uso de combustibles fósiles, pero también de las emisiones de la agricultura y la ganadería, tan bruscamente resultaría muy dañino para las economías de gran parte del planeta, por lo que el IPCC acepta las tecnologías que buscan rebajar el nivel de CO2 atmosférico y ya no solo se apunta a las emisiones. El IPCC lanzó esta idea pese al rechazo frontal de las formaciones ecologistas, que repudian todo proyecto de “geoingeniería” y exigen sólo y exclusivamente recortar emisiones.


   “Se estima que las actividades humanas causaron aproximadamente 1ºC de calentamiento global sobre los niveles preindustriales. El calentamiento global alcanzará probablemente 1.5ºC entre 2030 y 2052 si continua a aumentar con la tasa actual” pronostica el informe de la ONU (http://report.ipcc.ch/sr15/pdf/sr15—spm—final.pdf). Solo para limitar el calentamiento global a 1,5 grados se requerirán unos esfuerzos sin precedentes para reducir un 45 por ciento las emisiones totales en 2030, apenas 11 años por delante, respecto al nivel de emisión de 2010, y 100% en 2050. Conviene subrayar que esto vale para la quema de hidrocarburos y carbón pero también para las otras fuentes de emisión: agricultura, ganadería, industria forestal. Agricultura, ganadería y otros usos de la tierra suman el 28% de las emisiones. O sea, debe alcanzarse el “cero neto” de emisiones para la mitad del siglo. El IPCC enfatiza que hay una enorme diferencia entre 1,5 y 2 grados y que el objetivo debe ser el primer umbral para 2100, pero con el ritmo actual ese umbral se alcanzará, como se dijo, entre 2030 y 2052.


   En suma, habría que eliminar por completo en apenas 32 años, la quema de combustibles fósiles, la agricultura tal como se practica hoy en día y la producción de carnes. Todo eso debería cambiar o desaparecer en apenas tres décadas. Semejante reducción drástica del consumo de combustibles fósiles—carbón, petróleo y gas natural— y de la producción de alimentos tal como se la conoce hoy sería sin dudas brutalmente recesivo para los países en desarrollo y no sólo ellos, e incluso un peligro para la alimentación de la humanidad. Esto ha llevado al IPCC a abrir el juego a las geoingenierías. El enfoque de las geoingenierías no se limita a cortar las emisiones, como plantea el ambientalismo como única solución al cambio climático, sino también a retirar CO2 de la atmósfera e incluso a “apantallar” las radiaciones solares para disminuir la temperatura media global. Ninguna de estas tecnologías es admitida por los ecologistas, ni siquiera a pequeña escala experimental.


   Pero pese a este rechazo ecologista cabe preguntase si pueden las tecnologías de captura de carbono y la geoingeniería climática ser una parte inevitable de la solución. El IPCC les abre la puerta tímidamente, al menos a las que quitan carbono de la atmósfera, no así a las que proponen rechazar parte de la radiación solar. Por otro lado, sin preguntarle a nadie, los noruegos, grandes productores de hidrocarburos en el Mar del Norte, separan e inyectan en la roca profunda el CO2 de sus campos de gas desde 1996.


   El IPCC pasa revista a estos diseños de geoigeniería. Primero están los llamados “sumideros forestales”: forestación o reforestación masiva. Esta fórmula ya se utiliza hace años en la contabilidad de los inventarios de emisiones. Pero ahora se suman, y el IPCC los plantea abiertamente por primera vez, sistemas de captura y almacenamiento de CO2. Son las plantas de bioenergía con captura y almacenamiento de CO2 (BECCS, por sus siglas en inglés). Queman biomasa forestal para producir electricidad pero en lugar de enviar el CO2 a la atmósfera, lo entierran, de manera similar a como hacen los noruegos en el Mar del Norte. Se quita CO2 de la atmósfera y a la vez se produce energía eléctrica.


   Hay otras tecnologías que se citan en el informe. Una consiste en un aerosol de minerales para eliminar CO2 de la atmósfera, y también se estudia la fertilización de los océanos con nutrientes para hacer crecer el fitoplancton y extraer el CO2. El IPCC, sin embargo, no ha incluido las medidas de modificación de la radiación solar (MRS) en sus propuestas de trabajo. “Aunque algunas medidas MRS pueden ser teóricamente efectivas para reducir los excesos de emisiones, comportan grandes incertidumbres y riesgos sustanciales”, alerta el IPCC. Estas imitan el efecto de los volcanes, rociando compuestos de azufre en la estratósfera, lo que filtra los rayos infrarrojos. Como el azufre puede dañar el ozono se lo sustituiría con “calcita”, compuesto de calcio muy común. Otra idea es generar nubes cargadas de sal marina. Estas tecnologías darían tiempo a eliminar el uso de combustibles fósiles sin condenar a los países emergentes a la pobreza ni cambiar arriesgadamente el modelo de producción de alimentos para los 7.500 millones de habitantes del planeta.

sábado, 6 de marzo de 2021

La crisis global es doble: económica y demográfica

 La crisis de la democracia construida en Europa en la posguerra se trasladó, en oleadas sucesivas desde los años 80, a sus partidos políticos. Algo similar sucedió en versión subdesarrollada en América latina, esa periferia de Occidente, su extendido suburbio pobre y violento. Hoy se observa el auge de los populismos, de izquierda y derecha, desde EEUU a Ecuador, de Venezuela a Hungría, de Brasil a Italia. Esto indica que el movimiento es de fondo, para nada ocasional. Pero al problema económico, desencadenado por los cambios que impone la Globalización, se suma otro, tan evidente pero mucho menos citado y analizado: la insostenible demografía que exhibe la Humanidad en los últimos 100 o 120 años, aproximadamente. Este segundo factor es de mucho peso, determinante, en los países subdesarrollados y mucho tiene que ver con sus derivas populistas.

Sobre el factor económico, la clave de lectura del fenómeno de base es conocida: el rendimiento de la Economía ya no es el que era. La Globalización lo ha cambiado todo. Veamos un poco el mundo desarrollado. Los obreros despedidos de la industria estadounidense tradicional, de Detroit a Pittsburgh, el desempleo crónico y alto en Europa, la falta de recuperación de España e Italia de la crisis de las hipotecas subprime de 2008, todo esto crea el conocido caldo de cultivo para el descontento inorgánico que alimenta a los populistas.
En 1983, luego de dos años de mandato, Francois Mitterrand se dio cuenta de que el modelo de posguerra ya no podía aplicarse y dio un viraje brusco a su política de nacionalizaciones e impuestos altos de 1981 -que había provocado una fuga masiva de capitales y de empresas. Mientras, Reagan y Thatcher impusieron reformas estructurales por convicción, pero también por necesidad urgente (déficit fiscales, estancamiento con inflación). Así comenzó a acumularse un descontento que se midió, en las democracias desarrolladas, con dos índices: el alejamiento de las urnas, dado que en ningún sistema político avanzado el voto es obligatorio, y el surgimiento de movimientos marginales, primero de extrema derecha, luego también de extrema izquierda. Jean-Marie Le Pen da la primera alarma en los años 80. En los 90s surge la Liga Norte en Italia, luego, en catarata, se multiplican los partidos populistas xenófobos y racistas en casi toda Europa.
 Hoy muchos gobiernan, como Viktor Orbán en Hungría, la Liga y el Movimiento 5 Estrellas en Italia o podrían hacerlo pronto, como Marine Le Pen en Francia, donde también ocupa un lugar importante "Francia Insumisa" del ex trotkista devenido populista Jean-Luc Melenchon. En España el populista de izquierda Podemos cogobierna con el PSOE, un partido socialdemócrata devenido una maquinaria de sobrevivir como sea bajo el liderazgo de Pedro Sánchez.  En Italia, la Liga cogobernó con el también populista 5 Estrellas, que en una acrobacia típicamente italiana viró a la izquierda y formó nuevo Ejecutivo con el Partido Democrático. Ahora, con Mario Draghi, la Liga volvió al Ejecutivo. Quedan pocos puntos fijos en el mapa europeo, y hasta Angela Merkel va al ocaso con varios golpes fuertes, como la renuncia de su delfín designada, Annegrett Kramp-Karrenbauer. Renunció a la presidencia democristiana porque el partido la desconoció y armó una alianza local con la ultraderecha en Turingia. En otras palabras, la ultraderecha arruinó la planificada sucesión de Merkel, la estadista más importante que ha dado Europa en 20 años. 
La falta de rendimiento de la Economía, o sea de producción de bienestar suficiente y de trabajos de calidad en abundancia, es ya un hecho generalizado y crónico en todo el mundo por fuera de Asia, la gran ganadora de la Globalización Y en este continente ese avance se da con los bajos estándares que ya se conocen (casos aparte son Japón, Corea y Taiwán, cuyas economías se desarrollaron más o menos en la misma época en que se dio aquel florecimiento de Europa).

La insatisfacción fuera de Europa también es muy fuerte y llevó a los nuevos populismos latinoamericanos en los primeros 2000. Este malestar no lleva a una ciudadanía instruida a informarse de los defectos de la economía nacional, ni de las debilidades del sistema internacional, sino a una reacción emocional: "nos engañan, nos roban, esto es una fiesta para pocos". En este clima de agravio, es inevitable que surjan los oportunistas. Pueden ser verdaderos dictadores con votos, como Hugo Chávez o, ya sin votos, su brutal sucesor, Maduro; o pueden tener planes económicos más serios aunque insustentables a largo plazo (Rafael Correa en Ecuador, Evo en Bolivia, los dos agotados por recostarse sobre la renta de los commodities sin detenerse a pensar que ese maná un día iba a cesar o disminuir, tal como inevitablemente ocurrió).

Pero a todo este complejo cuadro, nadie suma, ni siquiera entre los economistas más serios, un factor silencioso y enorme. Es como si nadie viera al elefante que se pasea por la sala mientras todos se preguntan por las causas del malestar general. Ese elefante invisible es la demografía. Al menos en los países que conforman 3/4 partes de la humanidad, los subdesarrollados, los "emergentes".
Argentina no escapa al problema. Cuando Perón es elegido presidente en 1946 Argentina tenía 15,8 millones de habitantes (censo de 1947). Debía proveer a las reclamaciones de bienestar de esa población. Hoy hay al menos 30 millones más de argentinos. Lo mismo vale para Brasil (de 54 millones en 1950 a 210 millones hoy) y México, de solo 25 millones en 1950 a 126 millones en la actualidad. Los demás países latinoamericanos muestran curvas de crecimiento de la población similares. 
A nivel subnacional, la Provincia de Buenos Aires, núcleo de casi todos los dramas argentinos recientes, tenía apenas 4,27 millones de habitantes en 1947; hoy supera los 17 millones. El Gran Rosario pasó de 485 mil habitantes en 1947 a 1,23 millones en 2010.
A veces, cuando ven el problema, los economistas señalan que la productividad ha crecido enormemente desde entonces, y es cierto. Pero también lo es que el consumo de energía y materias procesadas también lo ha hecho. Una familia de clase media popular argentina en 1950 habitaba en una casa de barrio con patio. No tenía otra fuente de calefacción más que leña y kerosene y se abastecía con una débil línea de electricidad, que alimentaba unas pocas lámparas de filamento, algún ventilador y nada más. No había en esa casa ni heladera eléctrica ni, claro, aire acondicionado, ni freezer ni los 4 o 5 electrodomésticos que hoy son casi reglamentarios. La casa familiar no tenía gas natural, del que había una red limitada al casco céntrico de las pocas grandes ciudades. Por eso la cocina a leña ("económica") era muy común en los barrios argentinos a mediados de los años 50 y la heladera de madera se enfríaba con una barra de hielo. Por supuesto, esta familia no tenía auto, ni soñaba con tenerlo. Iba al centro cada tanto en el tranvía. En resumen: el consumo de energía per capita era muchísimo menor al actual. Lo mismo el de materias procesadas, como metales livianos, hierro y aceros, aluminio, maderas elaboradas, etc. El plástico casi no se conocía. La "huella ambiental" de esa familia era mucho más leve que la de sus numerosos descendientes actuales. En otras palabras, hoy, en lugar de aquella sola familia, hay tres o cuatro que demandan muchos más bienes y generan un consumo de energía y materias procesadas muchísmo más alto.
Algún día este factor demográfico y ambiental decisivo deberá finalmente incorporarse al debate público para afrontar con madurez la totalidad del problema de déficit de bienestar que sufren nuestras sociedades. Falta hoy esta variable fundamental. Por dar un ejemplo que ocupa la cartelera de noticias a diario, el demográfico es un factor decisivo en el auge del delito violento común a todas las urbes latinoamericanas. Pero nadie lo menciona, ni siquiera de paso.