martes, 29 de junio de 2010

La pérdida de sentido crítico y el auge del progre-cool: el caso testigo de La Nación

Por un error en la fecha, esta columna se quedó abajo de las otras. Debe ser más o menos del 20 de junio:



Fernández Moores es lo que se dice un progre cool. Tanto, que escribe las contratapas de la Deportiva de La Nación. Claro que Lucas Llach con su blog enganchado en La Nación y su cátedra en la TDT no le va en zaga.
Estas pobres, gruesas, ironías sirven, supongo, para poner en foco un fenómeno socio-cultural, el del progresismo cool, de clase alta cosmopolita porteña. Que no se ensucia las manos. Ni por asomo se plantea sumarse a "la mierda oficialista" K, ni lee Página 12, ni sabe una palabra de Laclau, Sizek y Tony Negri (¿quiénes?). Lo suyo es la moda, el diseño y la ecología. Gente que se sonríe piadosamente ante sus viejos, con su convervadurismo de antiguo lector de La Nación, sus simpatías procesistas, su catolicismo de misa obligatoria, etc.
Claramente, el ex diario de los Mitre es el mejor lugar para registrar este cambio generacional y cultural, "epocal". Veamos un poco. Desde que se renovó la dirección del diario con los Saguier, se le imprimió una gestión más profesional. Lo que está muy bien y probablemente salvó al diario de una típica crisis de empresa familiar como las que se han visto en los diarios tradicionales del interior, que terminaron, todos, vendidos a grandes grupos nacionales.
Ahora bien, este restyling conllevó un evidente trabajo de marketing, o sea, el tratar al diario como "producto", como producto de consumo. Y cuando el marketing suplanta a un proyecto cultural-editorial, o sea, ideológico en el sentido más lato y rico del término, hay un problema. Y en La Nación esto se nota mucho. Los Mitre eran oligarcas, conservadores, arrogantes, etc, pero estaba claro que llevaban al diario según una "línea", nacida con el diario mismo, que era ante todo una elección, ideológica y política. Una decisión de marketing, en cambio, es casi lo opuesto. Si yo vendo un producto de consumo, opto por el marketing: solamente quiero vender bien mi producto, lo mejor posible. A través del marketing, condiciono mi producto al público, nunca al revés. Si abro un diario para plantar un espacio de opinión, de formación de opinión, una "tribuna de doctrina", claramente no opto por el marketing, que en todo caso puede ser una herramienta subalterna puesta en función del proyecto editorial, nunca al revés. Pero cuando se posiciona al diario y sus contenidos en función de sus potenciales o reales compradores, con vistas a aggiornarlo y asegurarle un horizonte de futuro, ahí se está sometiendo a tratamiento de mero producto al diario, que deja así de ser aquello otro, la tribuna, el proyecto editorial. Este se suplantó totalmente por las indicaciones de los estudios de mercado y el marketing, aún con las salvedades propias de la "producción simbólica". La huella de la decisión marketinera es muy evidente. El caso de la revista ADN en lugar del viejo Suplemento es el más craso y obvio, y ya se ha comentado acá. Luego está este progresismo a la carta de los arriba citados columnistas. Y las colaboraciones del NY Times: Krugman, sobre todo, pero también Maureen Dowd, Friedman, etc. Y los dibujitos existencialoides de Liniers. Y el suplemento de Espectáculos, tan aligerado de contenidos exigentes que es desechable, que ya no forma opinión ni orienta en nada (hace muchos años que no voy a ver "qué dice La Nación" de un pianista de jazz o de una sinfónica: ya no me importa. Ha perdido peso lo que diga, si es que lo dice). Sumemos una inverosímil nota de Luisa Corradini en la tapa de Economía del domingo, tan mala técnicamente como ejemplificadora de este viraje. Y luego el espacio exclusivo para a la crítica de arte contemporáneo y nada para el arte "tradicional", como se hacía hasta hace poco. Etcétera.
Hay en todas y cada una de estas elecciones editoriales una búsqueda de complicidad con el lector joven y trendy, que no quiere quedar pegado con el viejo lector, con ese que lee a Cachanovsky, Aguinis y Grondona (que a su vez tienen cada uno su sub-público). Es evidente que el diario tiene clarísimo que debe atender por ahora a ambos sectores, y de ahí esta bivalencia. Pero también es evidente que apunta cada vez más a ser una suerte de New York Times porteño y cada vez menos el diario tradicional conservador argentino, "el diario de los Mitre". El mitrismo conservador y el progresismo cool de aires neoyorkinos convivirán (mal, porque son incompatibles) mientras los estudios de mercado así lo indiquen. Luego, cuando la vieja guardia desaparezca en los panteones y los jóvenes cool sean cincuentones con hijos adolescentes, se hará otro lifting.
Claro que este esquema interpretativo es inevitablemente simplista: los jóvenes conservadores también existen, y en muy buenas cantidades. Por algo se sigue vendiendo la gomina... perdón, el gel. Generalmente católicos, estos jóvenes miran con profunda desconfianza a sus progres compañeros de clase social. Cuando surgen temas como el matrimonio gay o las formas más agresivas del arte contemporáneo, las líneas demarcatorias se profundizan. Y entonces resulta más difícil hacer equilibrio entre estos dos mundos, estos dos públicos, aunque sean de un mismo origen socio-económico. A su vez, el joven cool es, también, partidario de la economía de mercado, pero sólo al estilo Google, no al estilo sucio de BP. En este capitalismo de vanguardia no hay lugar para las fábricas, y por lo tanto para el molesto paisaje humano compuesto por obreros, capataces, etc. No hay nadie sucio ni nadie grisáceo. Todo es como en la filial argentina de Google. Al menos, el compartir la opción por la economía privada es un punto de contacto entre ambos mundos.
Los americanos no caen en estas contradicciones. Por un lado, por el enorme tamaño de su mundo editorial, que provee de opciones a todos. Pero además porque, como buenos anglos, quienes son conservative lo son sin complejos, y quienes son liberals, también. Mientras en USA un profesional joven progre vota a Obama y detesta a los del Tea Party, entre nosotros muy pocos de ese mismo sector social _ más-bien-alto, bien vinculado, con muchos viajes al exterior_, votaría a los K y leería Página. Esta gene engrosa a esa numerosa franja de clase media alta apartidaria y livianita de lecturas que deambula libremente, sin ningún compromiso. Este fenómeno delata asimismo una falta de sincronía histórica: mientras se iniciaba esta renovación generacional a fines de los 90, la oferta socialdemócrata local desaparecía, devorada por la crisis de 2001, y era suplantada por el rudo populismo K. Que es xenófobo, que no sabe inglés, que lleva una fuerte carga de rencor social, que únicamente asiste a las universidades estatales, y que por todo esto es incompatible con el público de ADN, de Federico Peña, de CQC (programa-emblema, aunque muy desgastado), de la Rock and Pop (idem ant.), del mundo cosmopolita que va a la Torcuato Di Tella, que viaja a Nueva York. Así que este progresismo de clase alta y de poca formación política quedó huérfano y anda suelto.

Pero el asunto de fondo es mucho más importante que este pequeño problema de mercadeo político, de falta de un nicho político progre-cool criollo equiparable al de Obama y los Kennedy. El problema es que este público ha suplantado la formación política y cultural de las generaciones anteriores con la moda explícita y sin complejos, y en todos los terrenos. Ya nadie se forma políticamente con militancia y lecturas exigentes en su adolescencia, como era de rigor en generaciones anteriores, ya fuera el caso de un nacionalista católico o de un marxista leninista. Si uno consume arte, consume música, consume arquitectura, consume literatura, también consumirá ideología política. ¿Y qué nivel de elaboración política _o de cualquier otro tipo_ puede tenerse a partir del gesto consumista? No hay allí espesor alguno, ni conceptual ni psicológico. El sujeto contemporáneo se resuelve en su mera gestualidad, en la inmediatez del fluir coloquial rápido y sin hondura alguna. Surge clara, entonces, aquella diferencia entre ideología como línea editorial y el marketing, que es por definición a-crítico. Además, cuando una empresa de marketing hace un diagnóstico de este tipo, se está vendiendo a sí misma, en el sentido de que ella también es parte de esa cultura livianita y a-crítica. Resulta fácil imaginar a los del estudio de mercado hojeando la vieja Nación y meneando la cabeza ante algún Saguier: "nooooo...esto no va más, solamente acá existe todavía! Menos texto, que me ahogo!" Ocurre que todos los campos de la experiencia tienen hoy este tonito publicitario canchero, todo se lleva o se hace por "tendencia". Que no es precisamente la de la gloriosa JP. Así, esta actitud vale para la comida y para la ropa, para la música, para el arte plástico (¿todavía se llama así?), para la arquitectura, y claro, para la lectura informativa diaria. Si tengo 30 años y me muevo en un círculo como el descripto, mejor que me guste el arte contemporáneo, aunque íntimamente no me convenza. Mejor que me guste el pop británico más trendy (ni idea de cúal es). En materia de lo que pueden llamarse lecturas identitarias (y eso es un diario) más vale que no me vean con Clarín, diario de grasas si los hay, de pobres tipos que no tienen trabajos glamorosos como el mío y que viven en el Conurbano. En los 50, un tipo leía Nación porque era conservador y antiperonista y porque además apreciaba la información de alta calidad y muy bien escrita. Hoy, su nieto lo hace por las frívolas razones recién apuntadas y porque no tiene ningún tamiz crítico. Todo para él es materia de aceptación o rechazo según parámetros que hace una generación atrás se hubieran definido con una sola palabra: snobismo. Hoy el snobismo se practica abiertamente, masivamente y sin pudor alguno. Nadie se avergüenza de ser snob. ¿Hace falta dar ejemplos? Creo que con pegarse una vuelta por las publicaciones bendecidas por Palermo Hollywood basta. Nación entre ellas.
De nuevo: esto es un esquema interpretativo, así que se pierden matices, como los jóvenes conservadores antes mencionados y que merecerían un artículo para ellos solos. Pero lo que pone a la luz este esquema interpretativo no deja de existir por esa necesaria pérdida de matices.