jueves, 18 de febrero de 2010

De mi creciente hartazgo del liberalismo dogmático, y de sus posibles consecuencias

Me empiezo a preguntar, a raíz de algunas discusiones y distancias evidentes y crecientes, cuánto tengo en común con nuestros cenáculos liberales, con el liberalismo dogmático. Si la Escuela de Viena me hace bostezar, y me parece infinitamente más importante, para abordar la cuestión central y literalmente radical del individuo, la fenomenología alemana y francesa; si la gran empresa privada con cientos o miles de empleados es claramente un agente de control y presión social, a veces tan importante como el Estado, pero esto no le importa un cuerno a los liberales criollos, que cuando se plantea el problema responden con desinterés o abierta mala fe; si tengo objeciones de fondo a la intervención del mercado sin regulación alguna en ciertas y determinadas áreas, como la construcción (acabo de discutir sobre el limitadísimo código urbano de Rosario: los liberales locales dicen que es intervencionista y piden su abolición total (de paso, lo mismo exigen los empresarios de la construcción, mucho de ellos tipos sin escrúpulos con los que no me tomaría un café); si tengo simpatías por el liberalismo reformista que teorizan algunos italianos, en el que se comete la herejía de señalar que los empresarios tienden a configurar grupos de presión y distorsión contra el mercado mismo a través de su cooptación de la política, y que existe una indudable tensión entre el principio igualitario de la democracia y el capitalismo; si el purismo ideológico del liberalismo dogmático no me atrae ya ni siquiera como elegante divertimento de salón, y sí me interesa, en cambio, la política real y concreta; en fin, si todo esto y mucho más no justifica, a esta altura, un desmarque de mi parte del liberalismo (local). La pregunta que sigue me da vértigo: desmarque, sí, pero ¿hacia dónde?